Leonel Fernández
El 16 de agosto del año 2000, luego de terminar la ceremonia de traspaso de mando por ante la Asamblea Nacional, me dirigí a mi lugar de residencia. Al doblar por la Avenida Independencia, sentí, de manera persistente, la bocina de algunos vehículos que venían detrás del que me transportaba.
Le pregunté al conductor: ¨_Qué ocurre? -Por qué están tocando esas bocinas?¨ ¨Ah, me contestó, porque quieren que nos echemos a un lado.¨
Era la primera vez en cuatro años que sentía el toque de bocinas detrás de nuestro vehículo. Normalmente, sucedía al revés. Era el nuestro el que les tocaba a los que se encontraban delante para que nos cedieran el paso.
Pero hacía tan sólo unos minutos que había entregado la banda presidencial, y eso ocasionaba que rápidamente retornase, como se dice en el argot popular, al reino de los mortales.
Para muchas personas, el poder consiste en eso: en el aspecto simbólico, ceremonial y mítico con el que usualmente se ven envueltos los actos oficiales. Pero, en realidad, el poder es mucho más que eso. Es más bien una relación social que se establece entre quienes, por un lado, dirigen o mandan, y quienes, por el otro, obedecen o figuran en calidad de subalternos.
Lo más importante, sin embargo, es establecer por qué ocurre esto. A qué se debe esa relación de poder o de dominio de unos sobre otros.
Lo que se ha logrado consignar es que la gente obedece al poder, básicamente por tres razones. Primero, porque considera que es correcto, que es válido hacerlo, lo que determina que el poder tenga carácter de legítimo.
Segundo, por temor a ser sancionado, lo que significa, en ese caso, que el poder tiene un sentido de coacción; y en tercer término, porque se espera alguna gratificación, con lo cual se afirma que tiene una naturaleza compensatoria.
Naturalmente, estas formas de poder no sólo ocurren dentro del marco del Estado, forma suprema del poder político, sino que tienen lugar a través de cualquier tipo de organización social, desde la familia, la escuela, la organización cívica, el club cultural o la iglesia.
Autoridad y liderazgo
Ahora bien, lo que ocurre dentro del marco del sistema político es que el que ha resultado electo por voluntad mayoritaria de los ciudadanos, y, por consiguiente, posee legitimidad democrática para gobernar, dispone, al mismo tiempo, de autoridad legal para ejercer el mando.
Esa autoridad, por supuesto, está limitada en el tiempo y en su alcance por la Constitución y por las distintas leyes. Pero mientras dure el período legal de ejercicio del poder, se dispone de la potestad y de las atribuciones para dirigir al conjunto del conglomerado social. El solo hecho de disfrutar de legitimidad democrática y potestad legal para gobernar, convierten al incumbente de la posición oficial en un líder. En un régimen constitucional de corte presidencialista, como el que predomina en los Estados Unidos, en América Latina o aquí, en la República Dominicana, se sostiene que el Presidente de la República es el líder de la nación.
Y en efecto, así es. Nadie dispone de mayor autoridad y capacidad legal para conducir, guiar y orientar los destinos de una nación que quien haya sido seleccionado por la mayoría de los electores para ejercer la función de jefe de Estado.
Pero igual ocurre con los Alcaldes, que son los líderes de sus comunidades locales; con los Senadores y Diputados, que son líderes legislativos; y hasta con los funcionarios designados, que aunque no han sido electos, actúan por delegación del Poder Ejecutivo, y por lo tanto, se convierten en líderes en sus respectivas áreas de trabajo.
Ahora bien, sucede que sin tener autoridad ni poder, sin disponer de ningún título oficial, hay personas que por el nivel de influencia que ejercen en la sociedad, por la capacidad para inspirar o motivar a la realización de determinadas acciones, son consideradas como líderes.
Es el caso, por ejemplo, de la madre Teresa de Calcuta, quien no tenía ningún título oficial. Tampoco había sido electa para ningún cargo público. Su función consistía, básicamente, en atender a los pobres y a los leprosos que pululaban por las calles de los barrios marginados de la India.
Se cuenta que en una ocasión, una persona al verle incluso arriesgar su salud, ante tanta posibilidad de contagio, comentó: ¨No haría lo que ella hace aunque fuera por diez millones de dólares.¨
Al escuchar el comentario, la madre Teresa respondió: ¨Yo tampoco.¨
Y es que su misión era mayor. El sentido de su vida no era la búsqueda de dinero o de riquezas. Había algo superior. Había en ella, más bien, un alto sentido moral de responsabilidad y de solidaridad.
Pero igual ocurrió con Mahatma Ghandi o con Martín Luther King Jr. Ninguno de ellos tampoco desempeñó función pública alguna. Ninguno ni siquiera fue candidato a un cargo electivo. Ninguno dispuso de poder político. Al revés, por medio de las persecuciones, la represión y la cárcel que padecieron, fueron más bien víctimas del poder político.
En la historia universal, en la de América Latina y en la de la República Dominicana, encontramos diversos ejemplos de figuras que nunca lograron ocupar una función pública, que nunca tuvieron poder ni autoridad política, y sin embargo son consideradas como líderes.
El mayor de los ejemplos es el de Nuestro Señor Jesucristo, el mayor líder que ha conocido la historia de la humanidad, y sólo se le reconocía por una condición: era hijo de Dios.
Pero igual ocurre con José Martí, considerado como el Apóstol de la Independencia de Cuba, aunque no ejerció ninguna función pública, o con Juan Pablo Duarte, que nunca alcanzó la posición merecida de Presidente de la República, pero a quien hoy todos los dominicanos reconocen, con respeto y veneración, como el Padre de la Patria.
La condición de líder
Aparte de la condición de liderazgo que se deriva de la función que se ejerce por voluntad popular, el liderazgo que resulta de la capacidad para influir en las percepciones, las actitudes y la conducta de distintos sectores sociales, requiere de algunas condiciones.
La primera es el compromiso con una causa. Esa causa puede ser la de la lucha por la libertad, la democracia, la justicia social, la protección del medio ambiente y los recursos naturales, la equidad de género, los derechos de la juventud y la niñez, y en fin, cualquier causa que se considere justa y digna.
Al pasarse revista en la historia con respecto a las personalidades que lograron destacarse como líderes, se descubrirá que esa condición les vino, en primer término, porque no permanecieron indiferentes ante una situación de injusticia.
Por el contrario, asumieron un rol activo. En muchas ocasiones hasta arriesgaron sus vidas, sus propiedades, su paz, su tranquilidad o el bienestar de sus familias.
Nada les perturbó. Sólo aspiraban a la dignificación del ser humano o a la reparación del mal causado.
Pero nunca lo hicieron para satisfacer un acto de vanidad personal, para alimentar su ego o por afán de gloria. Lo hicieron por una profunda convicción en beneficio de las ideas, los valores y los principios que motivaban su lucha.
Cada día ofrece la oportunidad a cualquier persona para ejercer un rol de liderazgo, ya sea al interior de las familias, las escuelas, los sindicatos, los movimientos sociales, o ante cualquier conglomerado humano.
Cada día surge un conflicto, se genera un abuso, se produce una humillación, se vulnera un derecho, se desconocen principios y se incurre en una arbitrariedad.
Ahí están las condiciones para no ser indiferentes. Para no cruzarse de brazos. Para no ser insensibles, sino, por el contrario, para hacer causa común con el débil, con el explotado, con el oprimido.
De ahí saldrá el nuevo líder, que con sentido de honorabilidad e integridad personal, trabajo y estudio constante, en un aprendizaje continuo, desarrollará las destrezas y habilidades requeridas para hacer de su función una labor eficaz al servicio de su pueblo.
Si como resultado de su acción, es reconocido, valorado y electo a una función pública, las oportunidades que se le ofrecen para continuar su trayectoria de luchador social serán aún mayores, pues entonces, además de influencia, dispondría de autoridad y poder.
Todo esto, por supuesto, sin olvidar que, a pesar de todos los esfuerzos y sacrificios realizados en aras del bien común, al final de su mandato, también los de atrás podrían tocarle bocina para que se eche a un lado.
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